viernes, 27 de septiembre de 2013

Las pampas del río Yacuma

Esta es la última entrada de esta etapa de mi blog. En ella hablaré de una excursión en moto desde Rurrenabaque a San Miguel del Bala y de mi visita al parque nacional de las pampas del río Yacuma, el lugar donde he visto más bichos en toda mi vida, muchos más que en la selva, donde era más fácil oirlos que avistarlos. Aquí lo difícil era mirar a un sitio y no ver la bonita sonrisa de un aligátor como el de la foto (hecha por mi amigo Antonio).
Empezaré mi relato por la víspera, aún en Rurrenabaque, donde pasé un par de días "descansando" física y moralmente de mi iniciático viaje a la selva.

En moto desde Rurrenabaque hasta San Miguel del Bala


De vuelta en Rurrenabaque estaba agotado, así que junto con Miguel,  el otro español con el que estaba viajando esos días, decidí alquilar dos moto-taxis  para hacer una ruta por los alrededores. ¡Al menos no tendríamos que andar!. Emprendimos juntos un viaje a una comunidad llamada San Miguel del Bala, de manera que un Miguel Ángel y un Miguel viajaban a San Miguel.
Como no soy ningún Ángel Nieto, tuve que practicar un poco con la moto antes de meterme por caminos chungos.





Nada más empezar encontramos el primer obstáculo: cruzar el río Beni (afluente del Amazonas) montando las motos en esta embarcación. Menos mal que los estos esforzados marineritos de agua dulce, que bastante cruz tienen con su uniforme como para que yo me cachondee de ellos, nos ayudaron a subirlas y a bajarlas.




Acojonaba bastante la posibilidad de que la moto se cayera al río. Debo decir que no era la embarcación más estable que haya visto en mi mísera vida.










Pero una vez más superamos las dificultades y seguimos adelante, siempre adelante. Como veis la ruta fue de lo más amena. Está claro que nuestras motos de carretera no eran las mejores para sortear tanto charco y tanto terraplén.
Después de varias horas llegamos a San Miguel del Bala, cuna de la cultura Tacana. La primera referencia escrita a esta cultura es de 1539, cuando unos españoles de mandíbulas apretadas aparecieron por aquí preguntando por un lugar llamado El Dorado. También me venía a la mente el Macondo de Márquez.


Caimanes y aligátores. 


La siguiente etapa, ya sin las motos, fue el Río Yacuma,  infestado de pirañas, aligátores y caimanes. Como además, el color marrón de sus aguas impide verlos hasta que salen a la superficie, en principio no parece el mejor lugar para un baño relajante.
El programa de la excursión incluía, sin embargo, un baño con los delfines de río, pues en realidad no hay tanto peligro como se pueda suponer. El mal tiempo obligó a cancelar la actividad. A mí, que no me gusta bañarme en los ríos y que no lo haría ni en el Genil, no me dio demasiada pena.

Aligátor

Caimán negro (Melanosuchus niger)


Como veis el caimán negro tiene una pinta bastante más chunga que el aligátor. Se ha encontrado alguno de hasta 6 metros, si bien suelen medir entre 2,5 y 4 metros. Su comportamiento es además, más agresivo que el del otro, aunque no puede ser realmente peligroso para el hombre a menos que supere con creces su tamaño. De todas formas, yo vi a gente local cruzar el río a caballo tranquilamente, por lo que creo que habría que tener muy mala suerte para sufrir un ataque.
Pero cuando los saurios impresionan de verdad es de noche cuando, al alumbrarlos, sus ojos relucen con diabólica fluorescencia. Cientos de esferas cristalinas, rojas y brillantes flotan fantasmagóricamente cruzando el río de parte a parte, o permanecen inmóviles entre los ramajes de las orillas. 
Aumentando la foto podéis ver
los ojos de un grupo de aligatóres
"Diabólicos" ojos y hocico de un aligátor.





Sentado en una butaca en la oscuridad junto al río, me quedé un rato escuchando los sonidos de la ciénaga. Las voces de los animales se coordinaban formando ritmos: un tenue fondo de grillos sobre el que se superponía un coro de sapos, un pitido repetitivo que me recordaba a una parte de la melodía de los chiflos de los afiladores, un tableteo espaciado parecido al de las cigüeñas. Dos silbidos alternos provenientes de diferentes partes del pantano parecían producidos por sintetizadores y formaban parte de un misterioso coloquio aviar. Algo inquietante en  las copas de los árboles sobre mi cabeza: los resoplidos de un ave de la que hablaré después, el hoatzin, que suenan como el resuello de un fumador empedernido. Por último, las zambullidas esporádicas de los delfines de río. Todo estos sonidos juntos, en las tinieblas, eran una auténtica pasada.

Familia de capibaras esperando el autobús
Los capibaras, los mayores roedores, pueden llegar a pesar 65 kilos. Imaginadlos con orejas largas  y tendréis ¡superconejos!. Según el oráculo wikipediano su nombre deriva del guaraní y significa "señor de la hierba". Tienen pinta de merienda de cocodrilo pero saben defenderse con el método de "¡maricón el último!". Saltan al agua y nadan rápido. Pueden estar sumergidos 5 minutos.


Pirañas

Pescando pirañas

Aunque dicen que las pirañas son un bicho muy mitificado, viéndoles los dientes, a nadie en su sano juicio le gustaría ser mordido por una en ciertas partes.
Salvo en raras circunstancias, no constituyen un peligro real  para el ser humano. En época de sequía son más voraces y la sangre puede despertar sus instintos más agresivos.

Hay que agarrarlas por las agallas
para evitar un simpático mordisco

Pescarlas es fácil si se pone un trocito de carne en un anzuelo. Su sabor es bueno, pero tienen muy poco donde hincar el diente. La gente de los pueblos amazónicos las comen frecuentemente.

Anacondas y otras "bichas"

Buscando "bichas"



Las pampas son terrenos pantanosos en los que todo tipo de serpientes, aligátores y caimanes se sienten como el rey Juan Carlos en casa de Mohammed VI. Inspeccionando el terreno no es difícil encontrar anacondas y otras "bichas".
Para los amigos extranjeros, "bicha" es la forma en la que la gente supersticiosa llama a las serpientes para no tener que nombrarlas, pues es algo que trae mala suerte.

Las anacondas brindan una ocasión excelente
 para hacerse el chulo ante la
mirada atónita de las turistas chinas.











La anaconda común (Eunectes murinus) es la serpiente más grande del mundo. Los hembras, mucho mayores que los machos, miden entre 4 y 8 metros. Aunque vimos un ejemplar de más de 4 metros, el de la foto parece tener solo algo más de 2. No son venenosas y matan a sus presas por constricción, impidiéndoles respirar, gracias a su potente musculatura. Aunque casi siempre están en el agua, a veces salen a la superficie para buscar presas.

Esta preciosa serpiente se camuflaba imitando el balanceo de las hojas por el viento. No sé de qué especie se trataba. Si algún lector la conoce, por favor que me lo diga.


Los monos chichilos (Saimiri boliviensis)

A diferencia de sus tímidos parientes, los aulladores, los monos araña o los capuchinos, los chichilos son unos sinvergüenzas que no dudan en bajar de los árboles para robar comida, aunque tengan que subirse a una barca, al menos en las pampas, donde están acostumbrados a la presencia humana.








El hoatzin

Hoatzin ( Opisthocomus hoazin)
Siempre he sentido debilidad por las aves. Admiro la velocidad del halcón, la vista del buitre, la orientación del charrán ártico, la capacidad de permanecer meses sin posarse del vencejo, las habilidades fónicas del loro gris, la maniobrabilidad del azor y un sinfín más de superpoderes de los pájaros.
No conocía, sin embargo, al hoatzin, desde ahora uno de mis favoritos: no puede volar más de 20 o 30 metros, de forma torpe y pesada; usa fermentación bacteriana en la parte delantera de su estómagos para digerir la comida (algo parecido a lo que hacen los rumiantes), de manera que es apestoso; su repertorio de sonidos parecen los de una persona agonizante por una enfermedad respiratoria; su cresta punk y sus ojos inyectados en sangre completan el cuadro. Parece un pajarraco prehistórico. Sería bonito tener uno como mascota :).




Ahora sí que ha llegado el final de esta etapa de mi blog. Aunque me ha supuesto cierto trabajo, me lo he pasado pipa haciendo las fotos y jugando a los reporteros, así que no descarto repetir la experiencia cuando haga otro viaje interesante. Espero que os haya gustado, aunque si no, no entiendo para qué coño me habéis leido :P. ¡Hasta pronto, camaradas!

domingo, 15 de septiembre de 2013

La selva amazónica (Parque Nacional Madidi)



La línea azul es la ruta que he seguido y cada letra, una escala de mi viaje.
Ver mapa más grande


Vista desde el cielo, Bolivia tiene una mitad marrón, el Altiplano, y otra verde. Como veis yo ya había recorrido gran parte de la primera y ahora me tocaba conocer la otra, la selva tropical. Había dejado esta parte de mi viaje para el final pensando que sería lo mejor. Acerté de pleno. El punto de partida fue la ciudad de Rurrenabaque.

Rurrenabaque

Aeropuerto de Rurrenabaque



A la izquierda, el aeropuerto.¿Qué esperabais para una ciudad de 20.000 habitantes? Al menos aterrizan dos aviones al día, no como en los de Castellón o Ciudad Real.









El medio de transporte habitual es la moto. Los taxis son moto-taxis, las familias enteras viajan en una sola moto (todos a la vez, claro está) y el uso del casco parece prohibido a tenor de lo que vi. El ambiente de la ciudad es muy agradable y yo tuve la suerte de no presenciar ningún accidente.






Las casas típicas son como las de la foto de arriba: las paredes de tablones, sin puertas, con una sola habitación que sirve como dormitorio para toda la familia, garaje, cocina y corral para pollos y algún chancho (cerdo). El baño está fuera. En esta  vivía un matrimonio con sus cuatro hijos a los que no parecía importarles la falta de intimidad. En un rincón podéis ver la cama con la mosquitera azul levantada. El dueño me dijo que le costó 2000 dólares construirla. Estoy convencido de que así duerme mucho más a pierna suelta que si tuviera una hipoteca de 120.000 euros.


En la selva



De pequeñito yo flipaba con las películas de Tarzán, las de King Kong y con todas en las que salía la selva. Adentrarme en un bosque tropical húmedo era para mí un sueño que al fin he podido realizar. La experiencia no solo no me ha defraudado, sino que me ha despertado el ansia de conocer más y más en el futuro. Intentaré explicaros por qué.




El grupo


El "plan": en el aeropuerto conocí a dos austriacos ( los dos últimos de la fila) y a un español que también querían adentrarse en la selva. Por referencias llegamos hasta Mario, un taxista que nos hizo de guía (está claro quién es, ¿verdad?), al que le propusimos hacer una ruta de siete días en los cuatro de los que disponíamos.




De nuevo mis planes hacían agua

El resultado fue que estuvimos andando cuatro días desde las 8 de la mañana hasta las 18 horas sin comer, a base de hoja de coca. El peso de la mochila, el calor húmedo, un gran desnivel que tuvimos que superar el primer día (avanzando a gatas en ocasiones) y la tortura de los mosquitos me llevaron otra vez, igual que en Maragua, a la extenuación. Debo de tener algo de "masoca" para que me gusten estas cosas.



El campamento


Cuando empezaba a anochecer parábamos, montábamos el campamento haciendo una estructura de ramas para colocar una lona y colgar las mosquiteras. Además colocábamos debajo de todo unas enormes hojas de palma para aislarnos de los insectos y de la humedad. Hacía demasiado calor como para usar saco de dormir.
Esta simpática tarántula tenía su
nido a tres metros de nuestras "camas"






Nuestro espartano almuerzo-merienda-cena











La única comida del día, aparte de un frugal desayuno, era tan espartana como todo lo demás, y la hacíamos al anochecer. Por poneros un ejemplo, podía ser una olla de arroz con una lata de sardinas con tomate para cinco personas. Comíamos con más ganas que el Lazarillo de Tormes. Pocas veces en mi vida habré comido con tanto gusto.
El agua estaba hirviendo y yo, bien jodido.



Avanzábamos a una media de unos 30 km al día subiendo desniveles al principio, descendiendo por un río durante dos días y a golpe de machete por la jungla en ocasiones. A mitad del segundo día me sentí desfallecer otra vez pero la opción de volverme parecía peor que la de aguantar. A partir de esa tarde noté que debía de haber perdido unos kilos de barriga, otros de la carga de la mochila y, con la ayuda inestimable de la hoja de coca, empecé a sentirme mejor progresivamente. El último día ya estaba hecho una máquina.
Así nos pusieron los bichos
Estas picaduras duran muuuchos días


En la selva hay bichos de todas clases a los que les gusta picar, aguijonear, morder y putear de diversas formas. Los más simpáticos de todos son las hormigas de fuego, cuyo sentido del humor tuve la oportunidad de comprobar en mi nuca y orejas. Al parecer te inyectan un alcaloide (piperidina) cuyo solo recuerdo me produce escalofríos. Me mordieron por la mañana y, por la noche, aún  me ardían las orejas. Las avispas son unas aficionadas en comparación.
En las fotos de arriba podéis ver la piel de uno de mis compañeros. Esas picaduras son de una especie de mosquito, no de las hormigas de fuego. A mí me duraron las señales 10 días hasta que en la playa, ya en España, se me borraron gracias al sol y el agua marina.


A todo esto Mario, nuestro tarzanesco e inestimable guía, hizo los más de 100 km de caminata descalzo, sin quejarse ni una vez, con sus santos cojones y su machete, que más parecía una prolongación de su brazo.










La vegetación

Entonces, si todo es tan jodido en la selva, ¿por qué el mismo Colón pensó que estaba ante el Jardín del Edén? Para empezar, por las plantas. Dicen que en una hectárea de pluviselva pueden vivir 600 especies arbóreas diferentes. Sus formas retorcidas, exuberantes y la intensidad de sus diversas tonalidades de verde le dan la apariencia de un jardín divino. Muchos árboles miden 50 o 60 metros y sus copas se entrelazan entre sí, por lo que muy poca luz llega hasta el suelo. Los árboles nuevos tienen que crecer muy rápido hacia arriba porque, si tardaran demasiado, podrían morirse por falta de luz para realizar la fotosíntesis.
La vegetación se organiza en estratos, de manera que las plantas más bajas se han adaptado para bastarse con muy poca luz. Esas plantas son las mismas que usamos en Europa como plantas de interior. Era chocante al principio andar por un sitio tan salvaje entre plantas que me resultaban familiares por haberlas visto en oficinas y en otros lugares de perversión humana. 
Las lianas, los troncos retorcidos, las hojas gigantes, las raíces adventicias, los juegos de luces y sombras de los escasos claros me producían la sensación de estar en un lugar secreto, vedado, siendo observado sin saberlo. Ver los monos saltar entre las copas de los árboles y las lianas, estando nuestro cuerpo limitado a moverse por el suelo, produce la misma sensación de impotencia que el ver volar a los pájaros. ¿Cómo pudimos ser tan idiotas como para renunciar al cobijo, la protección y el alimento que nos brindaban hace millones de años? Pese a todo, los árboles y plantas nos siguen ofreciendo medicinas, alimentos, combustible, agua limpia, cuerdas, veneno para cazar (por ejemplo, el curare), caucho, drogas, abrigo contra las inclemencias del tiempo y otros muchos regalos, con la sola condición de saber dónde y cómo recogerlos. Para alguien como Mario, la selva es un supermercado abarrotado de productos gratis.
La densidad de la vegetación nos impide ver lo que hay más allá de unos pocos metros (esto dificulta mucho hacer fotos) y a veces, muchas veces, más de cuatro veces, hay que avanzar a golpe de machete. Si el Salar de Uyuni sobrecogía por su grandiosidad, la selva es mágica, seductora, misteriosa, fascinante, salvaje...

Mejor techo que el dorado, fabricado del sabio moro, en jaspes sustentado.
curare
caucho
Raíces adventicias